Adoptó un
planteamiento racionalista a partir de su formación y viajes por varios países
europeos. Traductor de Tucídides, rechazó en cambio las ideas innatas de los
aristotélicos. En cambio mostró interés por la importancia de los signos y el
lenguaje en el comportamiento social del ser humano.
Aunque
empezó sosteniendo convicciones monárquicas comunes en sus obras “Elementos del
derecho natural y político” y en “Tratado del ciudadano”. Pero en “Leviatán” de
1651 dio un cierto giro y enunció las claves que lo convierten en un autor
discutido y famoso.
Rechazó el
idealismo racionalista de su contemporáneo Descartes y defendió un materialismo
mecanicista presidido por el engranaje mental del ser humano. Sus planteamientos
responden a la importancia de la materia y el movimiento como lo verdaderamente
perceptible por el ser humano.
Sus
conclusiones sobre el ordenamiento político pasan por el origen del poder y la
conveniencia de aceptarlo. Basa esa aceptación en el interés profundo de los
individuos y en el mantenimiento de la paz. Es pesimista porque piensa que en
el estado natural el ser humano es feroz, pero también opina que esa tensión
impulsa a buscar un pacto de convivencia para formar una sociedad que salvaguarde
a cada individuo, y superar la
fastidiosa fase primitiva de egoísmo ciego.
El gobierno
debe delegarse en pocas manos para ser eficaz. Considera que la cesión de
soberanía es irreversible, igual que opinaba Bodin. Hobbes piensa que el deber
del rey, su conciencia profesional, y su mera conveniencia para reforzar su
legitimidad, le hacen atender correctamente al interés del pueblo: “el bien del
soberano y el del pueblo no pueden ser separados”. El monarquismo de Hobbes, al
contrario que otros teóricos anteriores,
por tanto no se apoya en la religión ni en la fidelidad personal a una
dinastía, sino en la utilidad práctica: el individuo alcanza su mayor madurez
en un estado autoritario.